La noche del 4 de febrero de 2006 terminó con una carga policial en el
centro de Barcelona. Fue en los alrededores de un antiguo teatro okupado
en el que se estaba celebrando una festa. Entre los golpes de porra,
empezaron a caer objetos desde la azotea de la casa okupada. Según
relató por radio el Alcalde de Barcelona pocas horas después, uno de los
policías, que iba sin casco, quedó en coma por el impacto de una
maceta.Las detenciones que vinieron inmediatamente después del trágico
incidente nos relatan la crónica de una venganza.Tres
jóvenes detenidos, de origen sudamericano, son gravemente torturados y
privados de libertad durante 2 años, a la espera de un juicio en el que
poco importaba quién había hecho qué.
Poco importaba que el
objeto que hirió al policía hubiera sido tirado desde una azotea
mientras que los detenidos estaban a pie de calle. Otros dos detenidos
aquella noche —Patricia y Alfredo— ni siquiera estaban presentes en el
lugar de los hechos: fueron detenidos en un hospital cercano y hallados
sospechosos por su forma de vestir. Poco importaba si había pruebas o
evidencias que exculpaban a todos los acusados. En aquel juicio no se
estaban juzgando a individuos sino a todo un colectivo.Se trataba de un
enemigo genérico construido por la prensa y los políticos de la
Barcelona modélica. Barcelona, la ciudad que acababa de estrenar su
llamada “ordenanza de civismo”, una ley higienista, marco legal perfecto
para los planes de gentrifcación de algunos barrios céntricos,
destinados al turismo. Los chicos detenidos aquella noche eran cabezas
de turco que encajaban perfectamente, por su estética, con la imagen del
disidente antisistema: el enemigo interno que la ciudad modélica había
ido generando aquellos últimos tiempos.
Años después, dos
policías son condenados a inhabilitación y penas de prisión de más de 2
años por haber torturado a un chico negro. La sentencia demuestra que
los agentes mienten y manipulan pruebas durante el juicio. Para encubrir
las torturas, acusan al joven de ser trafcante de drogas, pero el juez
descubre un montaje: el negro es en realidad, hijo de un diplomático: el
embajador de Trinidad y Tobago en Noruega. Estos agentes resultan ser
los mismos que habían torturado a los jóvenes detenidos aquella noche
del 4 de febrero de 2006 y algunos de los testigos que declararon en su
contra durante el juicio. El mismo modus operandi en ambos casos. La
única diferencia: el origen social de las víctimas.La enésima historia
de impunidad policial, acompañada por buenas dosis de racismo, clasismo y
la vulneración de derechos fundamentales, todo ello amparado por un
sistema judicial heredero del régimen franquista y unos políticos
obsesionados con el negocio inmobiliario que brinda la Marca Barcelona a
costa de sus ciudadanos.
Más allá de la ciudad de Barcelona, el personaje principal de CIUDAD
MUERTA es Patricia, a quien vamos conociendo a través de su poesía y el
testigo de sus amigas y exparejas sentimentales. Se trata de una joven
estudiante de literatura, extremadamente sensible, que esconde sus
inseguridades detrás de una estética excéntrica, alimentada por la
cultura queer con la que se identifca.
La experiencia que le
atraviesa a partir de aquella mañana del 4 de febrero de 2006, cuando es
detenida junto con su amigo Alfredo en un hospital, da un giro radical a
su vida. Dos años de angustia a la espera del juicio, agotando todos
los ahorros de su vida para pagar abogados. Tres años de condena en la
cárcel. A parte de destrozar su vida, estos hechos disparan su
productividad literaria que va quedando registrada en un blog que titula
de forma premonitoria: Poeta Muerta.
Patricia se suicida durante una salida de la cárcel, en abril del 2011. Esta película pretende ser un homenaje a ella.